Empezó a escribir. Lo hizo durante toda la noche y probablemente la madrugada hasta llegar a la página donde su mente se desprendió abruptamente de sus manos y sus manos de la hoja, desconociendo gran parte de lo que había escrito.
A Itief el tiempo del día y de la noche, de la madrugada y en total, la duración a la que estaba destinada cada parte del día, nunca le bastaron. Pero sobretodo sabía que el tiempo era no sólo insuficiente sino indiferente a actividades mentales, pues estas ocurrían sin su consentimiento a la hora de comer, dormir o en el baño y si estas actividades no cabían en el tiempo entonces no había otra cosa para la que se le debiera tener en cuenta. Por eso creyó siempre que el tiempo era una invención tan terrorífica como milagrosa, una invención para alejar a algunos de Ese Día, y acercar a otros a Algún día.
Esta discusión dificultó el transcurso de su vida, a tal punto que logró inconcientemente lo que muchos anhelaron inclusive en otros tiempos: olvidar su edad.
Itief no se refería al tiempo como día y noche sino, como instantes con luz de sol, luz de luna o luz de fugaz estrella, etc. Y en este como otros instantes de su vida había surgido aquél pálpito de angustia que anunciaba la aparición de las letras.
Cuando ocurría aquella revelación debía prepararse porque sino se encontraba con lo necesario para recibir ese mensaje divino o infernal, no podría recordar después nada de lo que había llegado a su cabeza. Era un trance del que sólo las palabras daban testimonio y debía volver a leer lo escrito o esperar un nuevo anuncio.
Y así fue como la encontró. Después del contacto entre la hoja y la tinta, en el ritual que duraría seis hojas para parirla al azar en la séptima, que fue su mal logrado génesis.
Le pareció curioso que hubiera tantas letras, tantas páginas para llegar a ella, a las letras de su nombre, a su cuerpo y de nuevo llegó a su alma la eterna culpa de parir irresponsablemente.
Por su parte, Marie no supo qué hacer después de caer en esa hoja a cuadros. No supo porqué sabía qué era una hoja y qué eran cuadros, porqué tenía un nombre tan corto y porqué sabía qué era corto y mucho menos, porqué respondía a él como si se lo hubieran tallado en la voz. Llegó a sorprenderle hasta su propia existencia pero aún más la conciencia de su ficcionalidad.
Se sintió sietemesina, o dicho correctamente sietehojina, tan prematura, porque aunque su cuerpo delataba años e historias, ella sólo sabía de su vida en aquellos instantes en los que logró recuperarse de esa caída, por demás, una vida bastante corta.
A decir verdad, esa séptima página no era nada majestuoso ni brillante. Lo único que relucía ante tal decadencia era ella, o tal vez su soledad, como ocurría en muchas páginas en las que se intenta escribir mujeres. Era ese Ella que había empezado a tener alma propia y que había dejado de pertenecerle a Itief. La pobre atmósfera que había logrado se encontraba flotando en los ojos de Marie pero no se acercaba a la magnifica soledad que era sólo de ella, que no había creado.
Esa noche, Itief llegó en la lluvia, en el aire, en la oscuridad y en los intentos del poste de luz por no ser una ironía delante de ella. Llegó en los sustantivos más lejanos y tuvo que construir todo un puente de sustantivos para alcanzarla, hasta lograr ser tierra húmeda, aire, árbol, lluvia y cada una de las cosas que la rodeaban, que le mostraban su soledad -que era su único verbo-. Desde ese momento Itief no pudo recuperarse de esa piel y ser viento, de esos ojos y ser árbol, de esos pulmones y ser aire, del chocar constante de sus mandíbulas y ser sólo una estrella inmóvil, impotente como todas.
Al cabo de unos instantes, mientras se recuperaba de lo que había leído y había sido en esas hojas dijo:
-No entiendo cómo después de las muertes ¡Y de la vida!, ¡Tanta vida! Aún quede algo por hacer existir – y agregó con nostalgia divina- todavía no sé soportar que todo siga después del olvido y que nada sea suficientemente devastador como para que un día el mundo frene o no llegue más el sol, que los lápices empiecen a dispararnos o que las hojas vuelen cabezas. De vez en cuando la vida debería ser más literal… o tal vez la muerte.
Marie, que presenciaba el monólogo, se acurrucó en la calle mojada, cual zarigüeya fingiendo su muerte, para huir de su voz, para no encontrarla ni conocerla al menos en ese momento. Pero no se percató de que ese intento apresurado por crear su silencio era la única prueba no de su existencia, que no era sorprendente, sino de su conciencia.
Inicialmente se enfureció por la indiferencia de la fuerza creadora que la había tirado en esa página lluviosa. Pero después, cuando se encontró con esos ojos divinos que la vieron perpleja en la noche tormentosa, cuando vio esos ojos que sabían de ella todo, y supo que estaba triste porque había perdido algo que aún no sabía que era porque todavía se encontraba en la lenta génesis de la página siete y sólo sabía de ella a través de los ojos de Itief, descubrió que había ocurrido una magia de las pocas que se dan en ese mundo y esa vida a la que no pertenecía pero del que extrañamente había surgido.
Entre ambos crearon la mejor representación de dios y la creación. El escritor, como dios, puede intervenir en el mundo a través de acontecimientos – palabras- pero no puede aparecer en ese plano creado. Ninguno de los dos llegará a ser real en la ficción que crean y por ello en cualquier mundo siempre existirá la duda de su existencia. Además de esto, el creador sólo puede intervenir en la creación hasta cuando esta adquiere conciencia de su existencia (ficcional o real) y debido a esto, los creadores mandaban a sus hijos o a algún interventor a que recuperara sus fieles. Así funcionaba esa magia. Y mientras Itief leía escribía y releía no notó que después de esa séptima página no volvió a salir del trance. La única manera de escapar a esa situación era cuando dormía que no era más que otro tipo de trance del cual despertaba súbitamente cuando le acechaba la angustia y debía correr por una de las hojas del interminable libro y leerlas con el alma sonámbula.
A pesar de esto, nadie notó en Itief ningún comportamiento extraño. No padecía locura, ni esquizofrenia ni era delirante. Su comportamiento era tan normal que cada vez se notaban menos. No era una persona desequilibrada, todos notaban que se distraía mucho pero no eran tan sensibles como para notar que estaba en coma, un coma del alma.
Su cuerpo siguió supliendo sus necesidades y fue victima del tiempo. El tiempo que, como siempre, demostró que existía, indiferente de cualquier discusión en contra o a favor de él.
Y pasó. No sé si en días y noches, no sé si en olvido y melancolía, pero de alguna irremediable manera existía y habitaba en cada uno de los que existían, ellos eran su vehículo y su paso lo notaron las hojas amarillentas de los libros, lo padeció su cuerpo en su cabellera larga y canosa, su piel, sus várices, etc…
Pero Itief sólo sabía del tiempo en las hojas que escribía. La historia también había avanzado. En cierta ocasión, cuando se encontraba bastante lejos de su primer trance, y en el umbral de otro, leyó de nuevo lo que acababa de escribir -como era de costumbre- y encontró un amante para Marie. Estaba puesto allí, por el azar que una vez consideró magnifico y que ahora, hacía tambalear la fe y el deseo de ella. Apareció Para hacer vibrar su sexo y delirar su cuerpo tanto como Itief nunca pudo con tanto amor divino.
Ese día eligió morirse pero antes tenía que salir del trance en el cual se había perdido. Para matarse tenía que hacerlo, de no ser así y por su propia experiencia, intentos de muerte allí no lograban más que recordarle que era inmortal.
Tuvo que resignarse a su destino de dios, aceptar los pasos de su creación, el camino, las dudas., los reproches, el amor, la fe, el odio., el olvido. Marie no pudo hacerle saber su amor a pesar de los cuerpos que se pasaban por su cama, por su día y algunas veces por su pensamiento y su corazón. No había oración que escuchara y hubiese sido tranquilizador este suceso si no se hubiera repetido tantas veces.
Su reacción, como la triste deidad en la que se había convertido, era intentar dejar de escribirla , olvidar su alma, su independencia… una utopía, pues sólo lo logró cuando murió de muerte natural, como mueren todos los dioses.
Dicen que antes de morirse encomendó a alguien que terminara de escribir la historia pero se murió sin saber que Marie se negó a su decisión. Y aunque no se hubiera negado, nadie nunca logró leerla, pues no se podía encontrar el orden, ni la página anterior ni la siguiente a esta. Era como si cada página del libro casi bíblico hubiese elegido el lugar que quería ocupar, sin importar la secuencia a la que estaban destinadas. También comentan que Marie se conjugó con la atmósfera de esa página nunca encontrada, tan lluviosa y oscura como la séptima pero conociendo y aceptando lo que había perdido.
Por: Natalia Ospina